Historias

CRÓNICA | “Yo fui una de las 6.132 personas que se desnudó en la Plaza de Bolívar”

Nuestra corresponsal en Bogotá se le midió y nos contó con lujo de detalles cómo le fue.

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Cuando leí que venía a Colombia el fotógrafo Spencer Tunick, mundialmente famoso por tener el superpoder de empelotar a miles de personas en lugares públicos a cambio de "nada", sabía que esta convocatoria era para mí.

Me enteré por un anuncio del Museo de Arte Moderno de Bogotá, MamBo. El estadounidense venía a hacer una instalación en Bogotá. Entonces me inscribí sin dudarlo y compartí la información con mis amigos más cercanos.

Al principio estaba completamente segura de participar, pero con el paso de los días comenzó a flaquear mi convicción: ¿Y si van puros pervertidos voyeristas? ¿Qué tal que me ubiquen adelante en la foto? ¿Será que estará lloviendo? La más grande de todas mis preocupaciones fue cuando recibí el correo de confirmación de la obra una semana antes. Me citaban el domingo 5 de junio a las 2:30 a. m. en pleno corazón de Bogotá. Ahí me lo pensé dos veces, especialmente porque todo el mundo comenzó a bajarse del plan. Unos días antes, un viejo amigo de Sincelejo me dijo que fuéramos juntos y acepté con algo de vergüenza.

La noche anterior dormí unas tres horas para poder pasar derecho. A la medianoche salí de la casa y me encontré con mi amigo en un bar a unas cuantas cuadras de la Plaza de Bolívar. Decidimos beber una jarra de cerveza y comer pizza para aguantar hasta la mañana siguiente. Cuando ya se acercaba la hora, comenzamos a bajar hasta el punto de entrada ubicado en la Carrera Séptima con calle 12. Estábamos un poco paranoicos: le veíamos cara de querer desnudarse a cualquier persona con la que nos cruzábamos.

Imaginábamos que íbamos a ser los primeros en llegar, pero en realidad nos encontramos con una fila de más de dos calles, que llegaba hasta la Novena y hacía un zigzag otra vez hasta la Séptima. Había venta de bebidas para calentarse, como canelazo y aromática. Un comerciante ambientaba la espera con música de Maluma y el equipo de logística daba indicaciones de vez en cuando a través de megáfonos. Parecía que había más hombres que mujeres. Mientras la gente caminaba hacia el inicio de la fila, buscaba entre los que ya estaban formados alguna cara conocida. Cuando se encontraban un par de amigos, la risa nerviosa aparecía inmediatamente.

Paradójicamente, todos iban excesivamente cubiertos para terminar empelotándose en unas cuantas horas. Gorros, guantes, bufandas, chaquetas impermeables, ruanas, botas y hasta cobijas usaban los asistentes para aguantar los 10 grados de temperatura.

Después de una hora de hacer fila, pasamos los filtros de seguridad y entregamos las autorizaciones de uso de la imagen a los organizadores. Ellos, a su vez, repartían bolsas plásticas para guardar las pertenencias y -asunto chocante- batas desechables solo para los hombres.

Poco a poco las escaleras de la Catedral Primada se llenaron de grupos de amigos que hablaban, se recostaban los unos sobre los otros, bebían y fumaban cigarrillo y otras cositas más. La mayoría de la gente estaba acompañada, pero también era común ver personas solas, especialmente adultos por encima de los 35 años.

Todos tratábamos de sentarnos sobre las bolsas para la ropa, con el fin de no ensuciarnos con el piso de la plaza. ¡Ilusos! no teníamos ni idea de lo que nos esperaba. El frío se ponía cada vez peor, así que no era buena idea estar inactivos. Poco a poco todos nos fuimos levantando para caminar y comenzar a sentir calor. Otros más osados hacían lagartijas y trotaban. Las filas para los baños portátiles eran cada vez peores y ya la zona olía terrible.

En esa espera estuve tentada a irme unas cuatro veces, pero mi amigo me detuvo. Por fin hacia las 5:00 Spencer dio las primeras instrucciones, que eran traducidas por el actor Nicolás Montero. El sonido era perverso y no entendíamos nada. Solo veíamos unas tablas ubicadas en la mitad de la plaza, junto a la estatua de Simón Bolívar. El fotógrafo trataba de explicarnos el concepto de una forma muy abstracta. Decía más o menos que las piezas de madera iban a ser usadas como tablas de surf y que algunos de los participantes debían pararse sobre ellas.

Hacia las 5:30 a. m., cuando comenzó a salir el sol, el fotógrafo nos mandó a desvestirnos. Mi amigo y yo elegimos un lugar seguro para dejar nuestras bolsas y comenzamos a desnudarnos, yo más lentamente que él. Primero quise mirar a la gente. Algunos trataban de parecer relajados, pero otros usaban las manos para taparse los genitales. Traté de no mirar a mi amigo, me volteé, me desnudé en menos de un minuto, a lo que él me dijo “ya nos conocemos un poco más”. Solo pude responderle con un “te veo después” mientras caminaba en dirección opuesta a él. Prefería estar rodeada de desconocidos.

Cuando entré en la escena, decidí posicionarme entre un grupo de jóvenes de mi edad y una pareja gay que se besaba orgullosa de la hazaña que estábamos a punto de lograr. Spencer nos pidió tomar distancia los unos de los otros. Dijo que estiráramos los brazos y giráramos. Ninguno debía tocar a la persona de al lado.

Vi cosas que me hicieron sentirme bastante normal: tatuajes de esvásticas, cuerpos de hombres y mujeres repletos de estrías, vello púbico pintado de colores, cicatrices, lunares y carnes que se movían al tiritar de frío. Ya pocos eran los pudorosos que se intentaban tapar con las manos o el pelo largo. De un momento a otro descubrí que no tenía frío en el cuerpo, solo en las manos y en los pies.

Aunque Tunick pedía silencio para dar las instrucciones, los asistentes no paraban de reírse y contar chistes sobre la embolada colectiva. El fotógrafo mandó a subir a algunos participantes a las piezas de madera, elevadas por otros participantes. Tras la primera toma, Spencer solicitó cambio de ‘surfistas’ y mandó a mover las tablas. La situación parecía una procesión de pueblo, donde los fieles y la virgen iban sin ropa.

Después de una segunda foto, nos separaron a los hombres y a las mujeres. Ellos se fueron a una esquina y a nosotras nos solicitaron subir a la parte de la estatua. Ya ahí no conservábamos la distancia y se volvió común sentir el roce de la piel de alguna desconocida. Tras una toma ahí, volvimos a bajar y nos sentamos en las escaleras del Congreso. ¡Sí, nos sentamos en el piso con el culo desnudo! Esa fue la parte más traumática de todo el ejercicio. Afortunadamente nos pidieron que lo hiciéramos como sirenas, de ladito. Así que lo que rozaba el pavimento era la pierna.

En ese momento algunas mujeres descubrieron que unos policías intentaban tomarnos fotos con sus celulares y todas sacamos nuestro protestante interno. “¡Fuera, fuera, fuera!”, gritaba la mayoría. Pero no faltaron las que aprovecharon el papayazo para llamarlos "asesinos" o "tombos hijueputas".

Ese momento de las mujeres solas transformó el ambiente en una situación de camaradería que nunca jamás había vivido. Había jovencitas desde los 18 años hasta mujeres de unos 70. Gordas, flacas, altas, pequeñitas, pelos de todos los colores y formas, rubias, negras, extranjeras, colombianas… Perdí la cuenta de las fotos que nos tomó Spencer en esa posición. Tras terminar ahí, solicitaron a las mayores de 35 años que se vistieran.

En contraste con el ambiente amistoso entre las mujeres, mi amigo me contó que entre los hombres la cosa era un poco distinta. Algunos sí miraban directamente los penes de los otros e incluso intentaban buscar formas de contactarse después de la instalación. "Memoriza mi correo", le dijo su compañero de al lado. No teníamos acceso a celulares o a papel y lápiz, así que no había forma de intercambiar números telefónicos.

Luego, uno de los asistentes de Spencer nos informó que iban a hacer una foto más en el Teatro Colón, pero que quería contrastes de color de piel. Ahí pidió que nos separáramos entre negras y blancas, como si en este país nunca hubiese existido algo llamado “mestizaje”. En ese momento muchas dudamos y no supimos en qué grupo meternos. Al final éramos más las negras.

Subimos hasta el teatro, donde la entrada fue muy lenta. El frío comenzó a volver, así que decidimos aguantarlo a la colombiana: cantando y bailando. No nos sabíamos ninguna canción completa, pero coreamos Yo me llamo cumbia, Colombia tierra querida, La gota fría, Baracunatana, La cucharita y La reina. Hubo desde carranga hasta vallenato.

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Después de la infinita espera, nos informaron que el teatro ya estaba lleno y que nos fuéramos para la plaza. No alcanzó a entrar ni la mitad del grupo. Con decepción nos devolvimos al lugar donde estaban nuestras cosas y nos vestimos. Ya el sol calentaba fuerte. No eran todavía las 8 de la mañana. Poco a poco la plaza se fue desocupando. Al final quedó un hombre de unos 65 años que buscaba desesperadamente la bolsa con su ropa. “Me va a tocar subirme así a TransMilenio”, me dijo con tristeza.

Aunque no lo volvería a hacer por ahí en cinco años, pues la madrugada se siente como acampar en un páramo, creo que valió la pena totalmente. Recuerdo un momento donde la adrenalina fue tal, que simplemente corrí en círculos mientras gritaba de felicidad por sentirme más libre que nunca. La organización estuvo bien, teniendo en cuenta que éramos más de 6 mil asistentes.

“¿Por qué hiciste eso?”,

me reclamó mi mamá cuando la llamé a contarle. Mi respuesta, aunque no la convenció en lo absoluto, es simple: lo necesitaba. Quería hacer parte de esto, pues definitivamente ayuda a vencer inseguridades, a confirmar que nadie es perfecto y que no hay edad para comenzar a avergonzarse del cuerpo.

También es bueno para vencer el ego y sentirse como una pieza de algo, en vez del centro de todas las miradas.

*Laura Robles es periodista, sincelejana, y escribe desde Bogotá, síganla en @LauRobles

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