Historias

Sola entre la multitud: el nuevo nicho de prostitución en Soledad

En el terminal de transportes de Barranquilla y en sus cercanías, en la denominada Avenida Caracas, opera desde hace meses un grupo de mujeres que, lejos de su país, se ganan hasta $150.000 por jornada de trabajo, según afirman.

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Eran las 4:30 de la tarde y Roxana no había concretado el primer negocio del día. Su cabello rojizo era del mismo color que el de su short apretado y su blusa blanca tenía manchas color café. La hora era importante, pues en la calle cada minuto cuenta, sobre todo cuando las jornadas no son fijas y “no se disfruta del trabajo”. En una esquina ruidosa, rodeada de hombres manchados de grasa y otras chicas con prendas ligeras, Roxana sonreía, levantando así su fachada.

Alrededor de Roxana se levantaba un ambiente turbio y hostil, protagonizado por las risotadas de los hombres que hacían quizá el décimo brindis de la tarde. Algunos de ellos eran mecánicos, veteados de grasa negra de los tobillos hasta las orejas. Otros, ancianos arrugados y de voz agria, gritaban sumidos en un jolgorio individual. Había moteles y residencias por doquier, rodeados por carros de venta de jugo de borojó y pollerías. Una decena de policías charlaban tranquilos en la estación de gasolina de en frente.

A pesar de que la luz del sol todavía iluminaba la tarde, el vallenato, el reguetón y la champeta de los diferentes bares y estaderos retumbaba desde los enormes parlantes que vibraban al son del perreo y la lujuria.

Cuando muchos de los trabajadores del sector finalizaban su jornada, Roxana lucía fresca y descansada. Su sonrisa blanca, decorada con el brillo de dos piercings en su lengua, es apenas una de las señales de la vida tranquila que vivió antes de convertirse en prostituta.

Su piel, bronceada pero no manchada por el exceso de sol, es un reflejo del cambio abrupto que sufrió su vida hace unos 18 meses, cuando llegó a Soledad después de un largo viaje desde su natal Caracas. En su hombro izquierdo, espalda y sobre su sostén azul lleva tres marcas de tinta negra, rodeada cada una por estrellas y otras figuras cósmicas. Sus hijos, frutos de una relación terminada por el impacto veloz de una bala, esperan en casa a que mamá les lleve la comida.

Son varios los hombres que se le acercaron en los cerca de treinta minutos que llevaba de pie al lado de la tienda, un local esquinero de mala muerte en el que se venden más cervezas que libras de arroz o de queso. Mientras estaba ahí, de cacería como una leona cabeza de familia, pero tímida como una gacela en un estanque, un agente de Policía pasó a su lado sin determinarla, como a cualquiera de las otras siete mujeres que susurraban con los que llegaron preguntando por la tarifa.

A pocos metros de ella, pegado a la calle por la que transitan camiones, buses y taxis viejos, un hombre con tatuajes tribales simulaba ordenar su puesto de perros. Simulaba, sí, porque los utensilios estaban limpios y todos los panes guardados en bolsas plásticas. Varios sujetos se le acercaban, señalando con la cabeza a las chicas que deambulaban por la zona. Él, impávido, sonreía y las llamaba, a lo que ellas acudían y se quedaban conversando entre susurros con los tipos.

Intrusos

Antes de llegar a la carrera 15 en Soledad, también conocida como Avenida Caracas, cerca a la terminal de transportes, me dijeron que algunas mujeres podrían cobrar hasta cinco mil pesos por sus servicios. Incluso menos si el día no les reportaba mayores ganancias. Escuché que eran jovencitas, de no más de 25 años, y que su belleza había atraído a clientes de la capital del Atlántico. Incrédulo, y con $30.000 en el bolsillo, me aventuré hasta el epicentro de los rumores, a unas pocas cuadras de donde llegan miles de viajeros todos los días. Con solo llegar ahí, dejándome envolver por el retumbar de la bulla y el olor agrio del alcohol regado en el cemento, me di cuenta que nunca había hecho algo como eso en mi vida.

Temeroso, inexperto y en búsqueda de un compinche, fui hasta aquella esquina de la Avenida Caracas con mi amigo periodista Jesús Blanquicet, un caraqueño rubio y buen conversador. Yo, bien sifrino, como le llaman en Venezuela a los jóvenes acomodados, me sentí perdido en un ambiente ajeno a mi cotidianidad, por lo que mi colega me sugirió que pidiéramos una cerveza para intentar mezclarnos entre la gente.

Y así fue. Con la cebada embotellada en la mano, pasaron pocos minutos hasta que sentimos las miradas furtivas sobre nuestras cabezas. Una pelirroja con una blusa blanca y short rojo, una pelinegra con trenzas y una ombliguera de rayas; una morena con un tatuaje de Mickey Mouse en el muslo derecho; una rubia con trenzas y camisona rosada. Como dos trozos de carne tierna en medio de un estanque de pirañas, las mujeres nos observaban con tenacidad, mirándonos fijo a los ojos y modelando como si fuera una pasarela de la semana de la moda en Milán.

Con cada sorbo de la cerveza parecía que ellas estuvieran más cerca y que fueran más directas. La pelinegra de trenzas, que tenía un tatuaje de flores en el antebrazo derecho, empezó a moverse al son de un reguetón de los nuevos. La rubia se agarraba el pelo y sonreía; la pelirroja del short rojo no me quitaba el ojo de encima. Fui valiente, como me enseñaron mis amigos que se debía ser para conquistar una mujer, y le mantuve la mirada por varios segundos que parecieron una eternidad.

De repente, sumido en el ambiente turbio y convertido súbitamente en un experto, le indiqué con la cabeza a la pelirroja que se acercara, justo cuando puso -nuevamente- sus ojos negros sobre los míos. Con un caminar lento, desparpajado, y bajo la atenta mirada celosa de sus colegas, llegó hasta el bordillo en donde estábamos Jesús y yo. Le dimos el último sorbo a las cervezas.

Un saludo frío, al que respondimos con un poco más de emoción de la permitida. Cuando le pregunté su nombre, extrañada y meditabunda, me miró en silencio y a la defensiva, con los hombros altivos y los brazos cruzados. Roxana, me dijo que se llamaba, a lo que proseguí -tartamudeando- a presentarnos a mí y a Jesús que, en silencio, seguía a mi lado.

A ella toda esta charla frívola la tenía sin cuidado y quiso ir al grano: “¿Qué es lo que quieres?”, me preguntó seca. “Solo charlar”, le respondí. “No tengo intención de nada sexual”. Mi intento de que no se alarmara o se tornara más a la defensiva falló estrepitosamente. Roxana, impaciente, parecía no tolerar lo que entendió como una mamadera de gallo. Desubicada, miró fijo a Jesús, que le asintió con la cabeza y le susurró que todo iba a estar bien, que podía confiar en nosotros.

“¿Y de qué quieres hablar?, preguntó Roxana, de 23 años, propinándole un golpe directo a mis nervios de papel. “De todo... y a la vez de nada”, le contesté. “Soy escritor y quiero escribir sobre alguien como tú; sobre una prostituta. Quiero que me cuentes cómo es esto”. De la defensa al ataque. Directo, como un contragolpe en el minuto 89. Roxana parecía impresionada, como si genuinamente no esperara que alguien como yo le dijera algo como lo que acababa de proponerle.

“Ajá, pero tú sabes que yo estoy trabajando. Yo cobro $30.000 la media hora”, me dijo de nuevo con sequedad, reponiéndose de la aparente sorpresa que le causó mi inusual sugerencia. “Dame quince minutos de tu tiempo”, le espeté con firmeza. “Te vas a ganar los mismos 30 mil, pero solo hablando”. Roxana me miró con una intensidad que me puso a temblar de los nervios. De la nada, y cuando esperaba que se marchara, aceptó, pero pidió que nos fuéramos de ahí. “Nos vemos en el árbol pintado con la bandera de Colombia que está por allá”, le dije, recuperando la compostura. “Ve caminando y ya nosotros llegamos”.

Acción

Apenas nos acercamos a Roxana nos ofreció el menú como si trabajara de mesera en un restaurante.$30.000 por la media hora, en donde están permitidos el sexo oral y vaginal. Solo se quita el short y la ropa interior, si el cliente quiere verle los senos tiene que pagar más, unos $20.000 extra. El tipo paga el preservativo y la habitación. En caso de emergencia tiene condones en el bolso. Si accedemos, tiene que ser en una de las residencias o moteles de la zona, pues por seguridad no se mueve del sector que ya conoce. Le aclaramos que -efectivamente- solo queríamos hablar, que nos contara cómo era su vida y si en algún momento la habían agredido.

“Una vez un taxista insistió mucho en que nos fuéramos de aquí, que me quería llevar. Yo claramente me negué y le dije que solo trabajaba por acá. El tipo se fue y a los minutos volvió y me dejó meterlo en una de las residencias de la zona. Cuando entramos y yo ya me estaba quitando la ropa, él me sacó un cuchillo. Yo me asusté y estuve a punto de salir corriendo, pero el loco me dijo que era por seguridad, para que yo no lo atracara. Yo le dije que se relajara, que yo estaba trabajando y proseguimos sin problemas”. Después de una primera impresión agresiva, Roxana ahora estaba tranquila, como si el evento hubiera sido algo trivial y sin mayor trascendencia.

Es de Caracas, del barrio Observatorio, como le contó a Jesús, que apeló a su nacionalidad y acento caraqueño para romper el hielo. A su esposo, que la mantenía, lo mataron antes de que se viniera a Colombia, huyendo de la crisis política y alimentaria que vive su país. Sus tres hijos, una de siete y los otros de cuatro y dos años, están repartidos entre ambas naciones. El menor, en Caracas con su mamá; y los otros dos con ella en Soledad.

Llegó hasta cuarto año de bachillerato, el equivalente a décimo grado en Colombia, pero por el embarazo de su primer hijo dejó los estudios. Con los $100.000 o $150.000 que, asegura, se puede hacer en un día les da comida a los dos que viven con ella y le alcanza para mandarle $50.000 semanal a su mamá. Su hija mayor, que ya no va al colegio porque no le gusta y quiere regresarse a vivir con su abuela, espera en su casa a pocas cuadras del lugar donde permanece Roxana gran parte de su tiempo.

“Hace un año y medio, cuando llegué, éramos muchas menos chicas y nos hacíamos como $250.000 en una jornada. La cosa era buena, porque además cobrábamos más. Ahora las nuevas piden hasta $15.000 por lo mismo que hacemos nosotras y los tipos nos quieren pagar eso. Antes era mejor, pero no tengo más opciones y tengo que hacer esto para darle de comer a mis hijos”, explicó bajo las ramas del árbol donde conversábamos.

Jesús y yo guardamos silencio, procesando todo el torrente de información que estábamos recibiendo. Tan solo bastó una charla amena, un gesto amable, para que Roxana se explayara en detalles sobre su oficio, el más antiguo del mundo. No tuvo pelos en la lengua ni dudas a la hora de explicar cada uno de los gajes de su vida. Entra a las 4:00 de la tarde y no se queda hasta más allá de las 11:30. Siete horas y media de supervivencia y de mal sexo, como lo definió ella. “Nada de lo que hago acá me da placer”, sentenció.

Amores

Con una sonrisa pícara, ya entrada en confianza, nos confesó que actualmente tiene pareja, Inocente, y quizás esperando una respuesta diferente, le pregunté cómo lo había conocido. “Pues cómo crees”, me dijo. “Por acá vino y me pagó y se enamoró”. El tipo limpia vidrios y es también venezolano. A veces trabaja por el mismo sector, sobre la llamada Avenida Caracas, a pocos metros de donde su novia permanece.

“Él no me dice nada, porque ya sabe en qué trabajo y por la forma en que nos conocimos. Eso sí, para cuidar a mis niños nos turnamos los horarios. A veces el trabaja de mañana y yo en la tarde, pero depende el día y de cuántos clientes haya. Hay veces en que me extiendo trabajando y él me releva en la casa”.

Sus compañeras la cuidan, y ella las cuida a ellas. Son unas siete u ocho las que estaban esa tarde en la tienda, pero cada una vigilaba con quien se iban o a quién rechazaban. Es un sistema de seguridad personal -nos explicó-, respaldadas incluso por los otros venezolanos de la zona. También, el tipo de los perros calientes echa ojo para ver cómo van las cosas. A él no le conviene que sus “socias” pierdan ventas o sean agredidas.

Ya con la tarea cumplida y pronto a despedirnos de aquel lugar, Jesús le preguntó sobre su futuro, que si deseaba hacer algo más en su vida. “¿Cuál es tu sueño?”, aproveché para preguntarle, a lo que nos contestó que “a todo lo echaría bolas (o ganas como diríamos en Colombia) a cualquier trabajo que salga”. “Los colombianos son muy babosos y groseros, en Venezuela los tipos son más bonitos y galanes”, dijo con una risotada. “Apenas me salga algo de trabajo dejo esto, por mis hijos, pero me quedo en Colombia, a mi país no vuelvo por un buen rato”.

Su familia, que todavía vive en Venezuela, no tiene ni idea a lo que se dedica. “Hablo con mi mamá todos los días y ella cree que yo trabajo en una casa de familia. La verdad me gustaría hacer algo diferente, esto ya no da como antes, pero para una muchacha como yo y para mis compañeras es difícil conseguir algo... por eso nos rebuscamos con esto, porque además nos da plata”, nos contó Roxana mientras nos estrechaba la mano. A Jesús le regaló una sonrisa.

“¿Cómo te pago? ¿Aquí, de una?”, le pregunté. “Sí, sin problemas”, me contestó. “Aquí todo el mundo sabe lo que los hombres vienen a hacer acá. A nadie le extrañaría que me des plata”. Roxana se despidió con una sonrisa. Quise desearle éxitos, que todo mejorara en su vida, pero no supe como expresarlo. Guardé silencio mientras le di la espalda y me iba del lugar. “Que Dios te bendiga”, le dijo Jesús, antes de marcharnos de la Avenida Caracas. El humo negro de un camión borró nuestras siluetas en el anochecer que se asomaba sobre el cielo soledeño.

“Es difícil tener una estadística”

Durante un recorrido que realizó este medio por la zona contabilizó entre 8 y 10 moteles solo en la manzana de las calles 63 (Murillo) y 54 con carreras 14 y 15. En el área también hay estancos y locales que son los puntos donde se concentran las mujeres.

La secretaria de Gobierno de Soledad, Josefa Cassiani, señaló que su dependencia ha podido identificar que en los alrededores de la terminal es donde “más se evidencia la situación”.

“Hemos observado que muchas veces durante los operativos las mujeres desalojan la zona. Hacemos vigilancia a los moteles que hay en la zona y la Policía solicita los documentos que les da el aval de operación”, señaló Cassiani.

La secretaria de Salud de Soledad, Emilia Elitín, señaló que en el municipio ha sido difícil conocer la cantidad de mujeres dedicadas a este medio de subsistencia, debido a que el grupo cambia constantemente.

“Realizamos charlas de prevención de enfermedades de transmisión sexual y la práctica de exámenes rápidos (paraclínicos) para determinar si padecen alguna ETS”, dijo Elitín.

“Situación está ligada a la falta de acceso a la regularización migratoria”.

Para Julián Alfredo Fernández-Niño, profesor del Departamento Salud Pública de la Universidad del Norte y Coordinador de la Red Migración y Salud, lo que le sucede a las mujeres migrantes se debe interpretar como “explotación sexual”, y tiene varios determinantes, pero probablemente el más relevante en muchos casos es la no regularización de su estado migratorio.

“Lo que ocurre con las migrantes venezolanas es un espectro que tiene varias expresiones que van desde la discriminación basada en género hasta la explotación sexual. Acá la responsabilidad es primera instancia en quienes están explotando a las mujeres: los hombres”, explicó el especialista.

Algunas de estas mujeres, debido a su estado migratorio, no pueden acceder a un trabajo que les permitan acceder a un ingreso y seguridad social, explicó Fernández-Niño.

“Son mujeres jóvenes que tienen esta como única opción para poder obtener dinero. Muchas de ellas tienen hijos y esta es la única posibilidad que tienen de brindarles seguridad alimentaria. Esto no es algo que ellas están causando, es algo que nosotros, como sociedad, estamos promoviendo, y que se legitima culturalmente en ambiente xenofóbico donde las mujeres venezolanas están siendo cosificadas por la sociedad receptora”, detalló el académico.

El Coordinador de la Red Migración y Salud apuntó que es importante seguir profundizando y promoviendo los espacios para la regularización de la población migrante en el país. Pero sobre todo reconociendo que ya hacen parte de nuestra sociedad, y que sus derechos humanos deben ser garantizados.

Es importante reconocer que la xenofobia y discriminación de género favorecen la violencia sexual. “El agravante es que la no garantía de los derechos humanos, sexuales y reproductivos de las mujeres, puede representar un retroceso de los mismos derechos para todas las mujeres y de nuestra sociedad en general. Así promoviendo los derechos y garantizando mecanismos de atención de las violencias basadas en género, protegemos no solo a las mujeres migrantes sino a también a todas las mujeres”, dijo Fernández-Niño.

*Con información de Jesús Blanquicet y Salomón Asmar